Quito, 29 de agosto de 2025.- En el silencio áspero de un bosque urbano, donde la ciudad olvida y la vida se esconde, sobrevivía una mujer que alguna vez salvó muchas otras vidas. Maidivi Suárez Castillo, cubana, madre de cuatro hijos y especialista en urgencias médicas, pasó más de una década al margen, oculta entre árboles, sustancias y recuerdos.
Hoy, a sus 53 años, camina con pasos firmes hacia un nuevo destino: el regreso a casa. Atrás quedan los años de lucha, oscuridad y silencio, marcados por una adicción que casi le arrebató la vida en cuatro ocasiones, pero también por una fuerza interior que nunca dejó de latir, empujándola a reunirse con sus seres amados.
Nacida en La Habana, Cuba, Maidivi llegó a Ecuador en 2012 como parte de una brigada médica de cooperación internacional que reunió a 400 profesionales. Durante seis años trabajó en el Hospital Eugenio Espejo, atendiendo emergencias con manos firmes y corazón dispuesto. Enviaba dinero a Cuba, sostenía a su familia y alimentaba la esperanza de un futuro mejor.
Pero la cooperación terminó. Sus compañeros regresaron a la isla y ella decidió quedarse: quería seguir ayudando a sus hijos y ser útil en la tierra que la había acogido. Sin embargo, la estabilidad se esfumó. Perdió el empleo, y con él, la esperanza.
La calle se convirtió en su refugio y el bosque de la Legarda, en su hogar. “Empecé a consumir droga, mi economía se fue, ya no tenía ni para comer”, recuerda.
En ese entorno conoció a Jaime, su compañero de vida y padre de sus hijas gemelas, quienes actualmente, se encuentran al cuidado de la abuela.
Describe con crudeza ese tiempo: “Una vida de consumo es una vida de ratas, así de dañina”.
Sobrevivía cuidando autos en Cotocollao, ganando apenas lo suficiente para sostener su adicción. “No me importaba comer, ni bañarme. Solo esperaba ganar unos dólares para fumar”. Así pasaron los años: invisibles para muchos, dolorosos para ella.
Pero incluso en los lugares más oscuros, la dignidad busca un respiro. Los técnicos del Patronato San José —institución municipal de Quito que trabaja con personas en situación de calle— fueron los primeros en tenderle una mano sin prejuicios. La buscaron donde otros no se atreven: entre cuevas, sombras e indiferencia. Le ofrecieron una ducha, atención médica, comida… y sobre todo, humanidad.
Tras varios intentos y un año y medio de acompañamiento constante, Maidivi logró dejar las drogas. Hoy lleva nueve meses limpia. “Me siento una mujer fuerte, con ganas de regresar a mi país, a mis hijos, a mi hermana que siempre ha estado pendiente desde España”, afirma con voz firme, aunque cargada de emoción.
El proceso de repatriación fue largo y lleno de desafíos, pero finalmente se concretó. Maidivi volverá a Cuba. Su sueño no es solo abrazar a sus hijos, sino también volver a vestir la bata blanca, servir en su antiguo hospital y sanar, como lo hacía, antes de que la vida le diera un giro inesperado.
Su historia no es solo la de una mujer que cayó y se levantó. Es también la de muchos que, en las calles, aún esperan ser vistos. Es un llamado a la compasión, a políticas públicas con rostro humano y al compromiso de creer en la reinserción social como un camino posible para quienes aún luchan.
Porque, como ella misma dice: “Necesito ver a mis hijos, volver a mi país… y esta vez, no me voy a soltar”.
En el aeropuerto, antes de embarcar, se despidió de Jaime, su compañero: “Cuídate mucho, no cometas nada malo, no te busques otra mujer… que yo te voy a buscar en poco tiempo”.
Maidivi regresa hoy a su Cuba querida como una mujer nueva: cambiada, esperanzada, con la certeza de que aún tiene mucho por vivir y por sanar.